LAS MENTIRAS INFANTILES
ES explicable que los niños mientan, cuando no hacen sino imitar las mentiras de
los adultos. Pero cierto número de mentiras de los niños de excelente educación tienen
un significado especial y debían hacer reflexionar a los padres, en lugar de indignarlos.
Dependen de intensos motivos eróticos y pueden acarrear fatales consecuencias cuando
provocan una mala inteligencia entre el infantil sujeto y la persona por él amada.
Una niña de siete años, en su segundo año de escuela primaria, pide dinero a su
padre para comprar pinturas con que teñir los huevos de Pascua. El padre rehúsa,
alegando no tener dinero. Poco después renueva la niña su demanda, pero justificándola
con la obligación de contribuir a una colecta escolar destinada a adquirir una corona para
los funerales de una persona real. Cada uno de los colegiales debe aportar cincuenta
céntimos. El padre le da diez marcos. Paga la niña su aportación, deja nueve marcos
sobre la mesa del despacho paterno y con los cincuenta céntimos restantes compra las
pinturas deseadas, que esconde en el cajón de sus juguetes. Durante la comida, el padre
le pregunta qué ha hecho con el dinero que falta y si no lo ha empleado en las pinturas.
Ella lo niega; pero su hermano, dos años mayor, la delata. Las pinturas son encontradas
entre los juguetes. El padre, muy enfadado, abandona a la pequeña delincuente en manos
de la madre, que le administra un severo correctivo. Luego, conmovida ante la intensa
desesperación de la niña, la acaricia y sale con ella de paseo, para consolarla.
Pero los efectos de este suceso, considerados por la paciente misma como «punto crítico» de su
niñez, resultan ya inevitables. La sujeto, que hasta aquel día era una niña traviesa y
voluntariosa, se hace tímida y hosca. Durante los preparativos de su boda es presa de
incomprensibles arrebatos de cólera cada vez que su madre efectúa alguna compra para
su nuevo hogar. Piensa que el dinero a tal efecto destinado es de su exclusiva propiedad,
sin que nadie, fuera de ella, tenga derecho a administrarlo. De recién casada le repugna
pedir a su marido dinero para sus gastos personales y establece una cuidadosa
separación innecesaria, entre el dinero de su marido y el «suyo». Durante el tratamiento
sucede alguna vez que los envíos monetarios de su marido sufren retraso, dejándola sin
dinero en una ciudad desconocida. Al darme una vez cuenta de ello le hago prometer
que si volvía a encontrarse en tales circunstancias, aceptaría en mí el pequeño préstamo
necesario para esperar sin apuros la llegada del giro. Me lo promete, pero al repetirse el
hecho no mantiene la promesa y prefiere empeñar una joya. A mis reproches contesta
que le es imposible aceptar de mí dinero alguno. La infantil apropiación de los cincuenta
céntimos tenía un significado que el padre no podía sospechar. Algún tiempo antes de su
ingreso en la escuela primaria había realizado la niña un acto singular, en el que también
había intervenido dinero. Una vecina la había entregado una corta cantidad para que
acompañara a un hijo suyo, más pequeño aún, a efectuar una compra. Realizada ésta,
volvía a casa con el dinero sobrante; pero al ver en la calle a la criada de la vecina,
arrojó al suelo las monedas. En el análisis de este acto incomprensible para ella misma,
surgió, como asociación espontánea, la idea de Judas, que arrojó los dineros recibidos
por su traición. Declara tener la seguridad de haber oído relatar la historia de la Pasión
antes de ir a la escuela. Pero ¿hasta qué punto está justificada su identificación con
Judas?
A la edad de tres años y medio tuvo una niñera, a la que tomó inmenso cariño.
Esta niñera entabló relaciones eróticas con un médico, a cuya consulta acudía
acompañando a la niña, la cual debió de ser testigo de distintos actos sexuales. No es
seguro que viera al médico dar dinero a la muchacha; pero sí que esta última se
aseguraba el silencio regalándole algunas monedas con las que adquirir golosinas al
retornar a casa. También es posible que el mismo médico diera alguna vez dinero a la
niña. Impulsada ésta por un sentimiento de celos, delató, sin embargo, un día los
manejos de su guardadora. Al llegar a casa se puso a jugar con una moneda de cinco
céntimos, tan ostensiblemente, que su madre hubo de interrogarla sobre la procedencia
de aquel dinero. La niñera fue despedida.
El acto de tomar dinero de alguien adquirió para ella, desde muy temprano, la
significación de la entrega física de las relaciones eróticas. Tomar dinero del padre
equivalía a hacerle objeto de una declaración de amor. La fantasía de tener al padre por
novio resulta tan seductora, que el deseo infantil de comprar pinturas con las que teñir
los huevos de Pascua se sobrepuso fácilmente, con su ayuda, a la prohibición. Pero le era
imposible confesar la apropiación del dinero. Tenía que negarla, porque el motivo del
acto, inconsciente para ella misma, era inconfesable. El castigo impuesto por el padre
constituía así una repulsa del cariño ofrecido, un doloroso desprecio, y quebrantó el
ánimo de la niña. Durante el tratamiento surgió una intensa depresión, cuyo análisis
condujo al recuerdo de lo anteriormente relatado al verme yo obligado a copiar el
desprecio paterno, rogándole que no me trajese más flores.
Para el psicoanalista no es casi necesario acentuar que el pequeño suceso infantil
integra uno de los frecuentes casos de persistencia del primitivo erotismo anal en la vida
erótica ulterior. También el deseo de teñir de colores los huevos procede de la misma
fuente.
Sigmund Freud, Dos Mentiras infantiles (1913)
Laura López, Psicoanalsita Grupo Cero
Telf.: 610 86 53 55
www.psicoanalistaenmalaga.com
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