ACERCA DE LAS MENTIRAS Y LA VIDA ANÍMICA INFANTIL Y LA RELACIÓN PATERNA

 



UNA señora, gravemente enferma hoy a consecuencia de una dura frustración de la vida real, era de niña singularmente trabajadora, juiciosa y amante de la verdad, convirtiéndose luego en mujer de fina sensibilidad y muy cariñosa para con su marido. Pero en una época aún más temprana, en los primeros años de su vida, había sido una criatura terca y descontentadiza, y durante el periodo de su transformación a una bondad y una escrupulosidad exagerada cometió algunas faltas, que luego, en los tiempos de su enfermedad, se reprochaba severamente, considerándolas como signos de una perversión fundamental. Sus recuerdos la acusaban de haberse hecho culpable por entonces de frecuentes mentiras. Una vez, camino del colegio, se vanaglorió una de sus condiscípulas de haber tenido aquel día hielo (Eeis-hielo-helado) en el almuerzo, contestando ella: «En casa lo tenemos todos los días». En realidad, no comprendía siquiera lo que podía significar tener hielo en el almuerzo, ni conocía el hielo más que en los largos bloques en que es repartido por los coches de la fábrica; pero suponía que las palabras de su compañera aludían a algo muy distinguido, y no quería ser menos.

Teniendo diez años le encargaron en la clase de dibujo que trazara a pulso una circunferencia. Pero ella hizo uso del compás, y de este modo trazó en seguida una curva perfecta, que enseñó, triunfante, a su vecina de clase. El profesor, que la oyó vanagloriarse, examinó el dibujo, y al descubrir en él las huellas del compás, la incitó a que confesara su engaño. La niña negó tenazmente, sin dejarse convencer por prueba alguna, y acabó encerrándose en un hosco mutismo. El profesor puso el hecho en conocimiento del padre; pero la buena conducta general de la muchacha los determinó a no dar al suceso consecuencia alguna.

Las dos mentiras de la niña dependían del mismo complejo. Siendo la mayor de cinco hermanas, había desarrollado desde muy temprano una adhesión extraordinariamente intensa a su padre, que luego, en años ulteriores, había de hacerla desdichada para toda su vida. Sin embargo, no pudo tardar en descubrir que su amado progenitor no poseía aquella grandeza que tan dispuesta estaba a atribuirle. Tenía que luchar con dificultades económicas y no era tan poderoso ni tan noble como ella había creído. Pero la sujeto no podía aceptar tal disminución de su ideal.

Acumulando, según hábito femenino, toda su ambición en la persona del hombre amado, puso toda su alma en apoyar a su padre contra el mundo entero. De este modo mentía vanidosamente ante sus compañeras, para no disminuir a su padre. Cuando, más tarde, aprendió a identificar la palabra Eeis (hielo) con la palabra Glade (helado), quedó abierto el camino por el cual el reproche dependiente de estas reminiscencias pudo convertirse en un temor angustioso a los fragmentos de vidrio (Glace = helado; Glas — vidrio).

El padre era un excelente dibujante y había despertado muchas veces el encanto y admiración de sus hijos con muestras de su talento. Identificándose con él, dibujó la niña en el colegio aquella circunferencia cuya perfección sólo podía lograr por medios engañosos. Fue como si quisiera dar a entender orgullosamente: «Fijaos las cosas que mi padre sabe hacer». El sentimiento de culpabilidad concomitante a su intensa inclinación hacia su padre halló una expresión en el engaño intentado, cuya confesión resultaba imposible por el mismo motivo del caso anterior, pues hubiera equivalido a la del amor incestuoso.

No deben, ciertamente, despreciarse estos episodios de la vida infantil. Sería un grave error fundar en tales delitos infantiles el propósito de un carácter inmoral.

Dependen de los demás enérgicos motivos del alma infantil y anuncian las disposiciones a destinos ulteriores y a futuras neurosis.

Sigmund Freud


Laura López, Psicóloga- Psicoanalista

en formación con Grupo Cero    

www.lauralopezgarcia.com      

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