¿EL SER HUMANO ES BUENO POR NATURALEZA?
En
su obra Tótem y tabú, Sigmund Freud explica el punto de partida de
las organizaciones sociales, de las restricciones morales y la
religión. En el hombre primitivo, en la horda fraterna, los hijos
abrigaban sentimientos contradictorios hacia el padre que tan
violentamente se oponía a su necesidad de poderío y a sus
exigencias sexuales (pues era un rival con el cual disputa los
favores de la madre y hermanas). Ese odio se contrarrestaba con la
admiración y el amor. Los hermanos, expulsados por el padre, se
reunieron un día, mataron al padre y devoraron su cadáver como modo
de identificación con él, poniendo fin a esa horda fraterna. En esa
unión llevaron a cabo lo que individualmente les hubiera sido
imposible. Pero después de haber suprimido al padre y haber
satisfecho su odio y su deseo de identificación con él, no había
satisfacción plena de deseos, ya que no se cumplía el deseo
primitivo de ocupar el lugar del padre. Había luchas posteriores
entre ellos por ocupar ese lugar, por lo que no se llegaría a la
organización de la sociedad. Aquí nació el remordimiento y el
sentimiento de culpabilidad, imponiéndose sentimientos cariñosos,
antes dominados por los hostiles..
En
psicoanálisis concebimos el aparato psíquico en torno a tres
instancias: el yo, el ello y el super-yo. Estas tendencias agresivas
se introyectan en el sujeto dirigidas hacia su propio yo, y se
incorporan en calidad de super-yo. El super-yo asume la función de
conciencia moral,y está destinado a vigilar los actos y las
intenciones del yo, juzgándolos y ejerciendo una cautividad. El
ello, entra en el orden de las pulsiones, instintos y deseos. Ya en
el Malestar de la Cultura, Sigmund Freud expone que la cultura domina
esa peligrosa inclinación instintual del individuo, debilitando a
éste, desarmándolo y haciéndolo vigilar por la instancia del
super-yo, como los militares en una ciudad conquistada.
¿Hay
una facultad original que discierna el bien del mal? Contemplamos
que, muchas veces, lo malo, ni siquiera es nocivo o peligroso para el
yo, sino por el contrario es algo que éste desea y que le procura
placer, por lo que rechazamos esta premisa. Ha de haber una
influencia ajena y externa destinada a establecer lo que es
considerado como bueno o como malo: hablamos de la pérdida de amor.
En
un principio, cuando la moral aún no está instaurada, en la primera
época infantil, vemos cómo disciernen el bien y el mal en base a
esa pérdida de amor. No importa entonces si realmente haya
hecho algo mal o no o si sólo se proponía hacerlo, en ambos casos
aparecerá el peligro cuando la autoridad lo haya descubierto. Cuando
el hombre pierde el amor del prójimo, de quien depende, pierde su
protección frente a muchos peligros y ante todo se expone al riesgo
que le demuestre su superioridad en forma de castigo. En algunos
adultos no llega a modificarse, pues siempre que estén seguros de
que la autoridad no los descubrirá o nada podrá hacerles, se
permiten regularmente hacer cualquier mal que les ofrezca ventajas,
de modo que su temor se refiere exclusivamente a la posibilidad de
ser descubiertos.
Es
a partir de la internalización de la autoridad al establecerse el
super-yo, a lo largo de la evolución del niño y por medio de la
educación, que se habla de conciencia moral. Deja de actuar el temor
a ser descubierto y la diferencia entre hacer y querer el mal, pues
nada puede ocultarse ya ante el super-yo, ni siquiera los
pensamientos. Aquí surge un sentimiento de culpabilidad
inconsciente, derivado de la persistencia de los deseos,pues aunque
se renuncie a los instintos, el deseo perdura. Hay una consecuente
necesidad de castigo. Observamos en psicoanálisis cómo a veces una
persona propicia una desgracia tras o otra, accidentes, incluso
determinadas enfermedades...derivadas por ese sentimiento de culpa,
es decir, también surge una necesidad de castigo. Sigmund Freud ya
señaló la existencia de delincuentes por sentimiento de
culpabilidad, donde la función paterna, por así decirlo, la ley, en
su ausencia (padre demasiado blando o condescendiente), facilita la
formación de un super-yo demasiado severo, que hace que se dirija
esa agresión hacia el yo, realizando actos delictivos para la
búsqueda del castigo y así aliviar el sentimiento de culpabilidad.
El
super-yo tortura al pecaminoso yo con las mismas sensaciones de
angustia y está al acecho de oportunidades para hacerlo castigar por
el mundo exterior (el destino es una sustitución del padre) Se
comporta tanto más severa y más desconfiadamente cuanto más
virtuoso es el hombre, teniendo en cuenta las tentaciones de
satisfacer sus instintos a que están expuestos en grado particular,
pues, como se sabe, la tentación no hace sino aumentar en intensidad
bajo las constantes privaciones (de ahí la penitencia tan severa en
algunas religiones).
Cuando
la “suerte” sonríe al hombre, la conciencia moral concede
grandes libertades al yo, pero cuando la desgracia le golpea, hace
examen de conciencia, reconoce sus pecados, eleva las exigencias de
la moral, se impone privaciones y se castiga con penitencias. Pueblos
enteros se han conducido y se siguen conduciendo de igual forma,
remontándose en base a la fase infantil primitiva de la conciencia,
que nunca se abandona (ejemplo el pueblo hebreo cuando fue exiliado).
Vemos
cómo ha influido esa primitivísima ambivalencia a lo largo de la
historia de la humanidad, pues los hijos, aunque amaban al padre
también lo odiaban, y una vez satisfecho el odio mediante la
agresión, el amor volvió a surgir en el remordimiento consecutivo
al hecho, erigiendo el yo por identificación con el padre, dotándolo
del poderío de éste, como si con ello quisiera castigar la agresión
que se le hiciera sufrir y estableciendo finalmente las restricciones
destinadas a prevenir la repetición del crimen. Y como la tendencia
agresiva contra el padre volvió a agitarse en cada generación
sucesiva, también se mantuvo el sentimiento de culpabilidad,
fortaleciéndose de nuevo con cada una de las agresiones contenidas y
transferidas así al super-yo. Este conflicto se exacerba en cuanto
al hombre se le impone la tarea de vivir en comunidad. El conflicto
persiste en formas que dependen del pasado, reforzando y exaltando
aún más el sentimiento de culpabilidad.
La
cultura obedece a una pulsión erótica que le obliga a unir a los
hombres en una masa íntimamente amalgama, y sólo puede alcanzar
este objetivo mediante la constante y progresiva acentuación del
sentimiento de culpabilidad, porque limita los instintos. El proceso
que comenzó con el padre, concluye en relación con la masa. El
superyo cultural ha elaborado sus ideales y erigido sus normas. Entre
éstas, las que se refieren a las relaciones de los seres humanos
entre sí están comprendidas en el concepto de ética. El problema
consiste en eliminar el mayor obstáculo con que tropieza la cultura,
es decir, la tendencia constitucional de los hombres a agredirse
mutuamente y no es sino a través del amor, el sentimiento que nos
humaniza y nos hace entrar en la civilización. En palabras de Sigmund Freud: "Si no quisiéramos ser tan buenos, seríamos mejores".
Laura López psicóloga-psicoanalista
lauralopez@psicoanalistaenmalaga.com
610 865 355
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