APLICACIONES PRÁCTICAS DE LA TÉCNICA PSICOANALÍTICA. SOBRE LA TRANSFERENCIA

 


    Nuestro pacto lo concertamos, pues, con los neuróticos: plena sinceridad contra estricta discreción. Este trato impresiona como si sólo quisiéramos oficiar de confesores laicos; pero la diferencia es muy grande, pues no deseamos averiguar solamente lo que el enfermo sabe y oculta ante los demás, sino que también ha de contarnos lo que él mismo no sabe. Con tal objeto le impartimos una definición más precisa de lo que comprendemos por sinceridad. Lo comprometemos a ajustarse a la regla fundamental del análisis, que en el futuro habrá de regir su conducta para con nosotros. No sólo deberá comunicarnos lo que sea capaz de decir intencionalmente y de buen grado, lo que le ofrece el mismo alivio que cualquier confesión, sino también todo lo demás que le sea presentado por su autoobservación, cuanto le venga a la mente, por más que le sea desagradable decirlo y aunque le parezca carente de importancia o aun insensato y absurdo. Si después de esta indicación consigue abolir su autocrítica, nos suministrará una cantidad de material: ideas, ocurrencias, recuerdos, que ya se encuentran bajo el influjo del inconsciente, que a menudo son derivados directos de éste y que nos colocan en situación de conjeturar sus contenidos inconscientes reprimidos, cuya comunicación al paciente ampliará el conocimiento que su propio yo tiene de su inconsciente.


   Pero la intervención de su yo está lejos de limitarse a suministrarnos, en pasiva obediencia, el material solicitado y a aceptar crédulamente nuestra traducción del mismo. Lo que sucede en realidad es algo muy distinto: algo que en parte podríamos prever y que en parte ha de sorprendernos. Lo más extraño es que el paciente no se conforma con ver en el analista, a la luz de la realidad, un auxiliador y consejero, al que además remunera sus esfuerzos y que, a su vez, estaría muy dispuesto a conformarse con una función parecida a la del guía en una ardua excursión alpina; por el contrario, el enfermo ve en aquél una copia —una reencarnación— de alguna persona importante de su infancia, de su pasado, transfiriéndole, pues, los sentimientos y las reacciones que seguramente correspondieron a ese modelo pretérito. Este fenómeno de la transferencia no tarda en revelarse como un factor de insospechada importancia; por un lado, un instrumento de valor sin igual; por el otro, una fuente de graves peligros. Esta transferencia es ambivalente; comprende actitudes positivas (afectuosas), tanto como negativas (hostiles) frente al analista, que por lo general es colocado en lugar de un personaje parental, del padre o de la madre.


   Mientras la transferencia sea positiva, nos sirve admirablemente; altera toda la  situación analítica, deja a un lado el propósito racional de llegar a curar y de librarse del sufrimiento. En su lugar aparece el propósito de agradar al analista, de conquistar su aplauso y su amor, que se convierte en el verdadero motor de la colaboración del paciente; el débil yo se fortalece, y bajo el influjo de dicho propósito el paciente logra lo que de otro modo le sería imposible: abandona sus síntomas y se cura aparentemente; todo esto, simplemente por amor al analista. Éste deberá confesarse, avergonzado, que emprendió una difícil tarea sin sospechar siquiera cuán extraordinarios poderes le vendrían a las manos.


    La relación de transferencia entraña además otras dos ventajas. El paciente, colocando al analista en lugar de su padre (o de su madre), también le confiere el poderío que su super-yo ejerce sobre el yo, pues estos padres fueron, como sabemos, el origen del super-yo. El nuevo super-yo tiene ahora la ocasión de llevar a cabo una especie de reeducación del neurótico y puede corregir los errores cometidos por los padres en su educación. Aquí debemos advertir, empero, contra el abuso de este nuevo influjo. Por más que al analista le tiente convertirse en maestro, modelo e ideal de otros; por más que le seduzca crear seres a su imagen y semejanza, deberá recordar que no es ésta su misión en el vínculo analítico y que traiciona su deber si se deja llevar por tal inclinación. Con ello no hará sino repetir un error de los padres, que aplastaron con su influjo la independencia del niño, y sólo sustituirá la antigua dependencia por una nueva. Muy al contrario, en todos sus esfuerzos por mejorar y educar al paciente, el analista siempre deberá respetar su individualidad. La medida del influjo que se permitirá legítimamente deberá ajustarse al grado de inhibición evolutiva que halle en su paciente. Algunos neuróticos han quedado tan infantiles, que aun en el análisis sólo es posible tratarlos como a niños.


   La transferencia tiene también otra ventaja: el paciente nos representa en ella, con plástica nitidez, un trozo importante de su vida que de otro modo quizá sólo hubiese descrito insuficientemente. En cierto modo actúa ante nosotros, en lugar de contarlo.

   Veamos ahora el reverso de esta relación. La transferencia, al reproducir los vínculos con los padres, también asume su ambivalencia. No se podrá evitar que la actitud positiva frente al analista se convierta algún día en negativa, hostil. Tampoco ésta suele ser más que una repetición del pasado. La docilidad frente al padre (si de éste se trata), la conquista de su favor, surgieron de un deseo erótico dirigido a su persona. En algún momento esta pretensión también surgirá en la transferencia, exigiendo satisfacción. Pero en la situación analítica no puede menos que tropezar con una frustración, pues las relaciones sexuales reales entre paciente y analista están excluidas, y tampoco las formas más sutiles de satisfacción, como la preferencia, la intimidad, etc., no serán concedidas por el analista sino en exigua medida. Semejante rechazo sirve de pretexto para el cambio de actitud, como probablemente ocurrió también en la primera infancia del paciente.

   Los éxitos terapéuticos alcanzados bajo el dominio de la transferencia positiva justifican la sospecha de su índole sugestiva. Una vez que la transferencia negativa adquiere supremacía, son barridos como el polvo por el viento. Advertimos con horror que todos los esfuerzos realizados han sido vanos. Hasta lo que podíamos considerar como un progreso intelectual definitivo del paciente —su comprensión del psicoanálisis, su confianza en la eficacia de éste— ha desaparecido en un instante. Se conduce como un niño sin juicio propio, que cree ciegamente en quien haya conquistado su amor, pero en nadie más.

 


 A todas luces, el peligro de estos estados transferenciales reside en que el paciente confunda su índole, tomando por vivencias reales y actuales lo que no es sino un reflejo del pasado. Si él (o ella) llega a sentir la fuerte pulsión erótica que se esconde tras la transferencia positiva, cree haberse enamorado apasionadamente; al virar la transferencia, se considera ofendido y despreciado, odia al analista como a un enemigo y está dispuesto a abandonar el análisis. En ambos casos extremos habrá echado al olvido el pacto aceptado al iniciar el tratamiento; en ambos casos se habrá tornado inepto para la prosecución de la labor en común. En cada una de estas situaciones el analista tiene el deber de arrancar al paciente de tal ilusión peligrosa, mostrándole sin cesar que lo que toma por una nueva vivencia real es sólo un espejismo del pasado. Y para evitar que caiga en un estado inaccesible a toda prueba, el analista procurará evitar que tanto el enamoramiento como la hostilidad alcancen grados extremos. Se consigue tal cosa advirtiendo precozmente al paciente contra esa eventualidad y no dejando pasar inadvertidos los primeros indicios de la misma. Esta prudencia en el manejo de la transferencia suele rendir copiosos frutos. Si, como sucede generalmente, se logra aclarar al paciente la verdadera naturaleza de los fenómenos transferenciales, se habrá restado un arma poderosa a la resistencia, cuyos peligros se convertirán ahora en beneficios, pues el paciente nunca olvidará lo que haya vivenciado en las formas de la transferencia; tendrá para él mayor fuerza de convicción que cuanto haya adquirido de cualquier otra manera.


Sigmund Freud, Compendio de psicoanálisis 1938(40)


Laura López 

Psicoanalista en formación con Grupo Cero 

y psicóloga colegiada 

www.lauralopezgarcia.com

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