ACERCA DE LAS CASUALIDADES....

 




Una joven casada se rompió una pierna en un accidente de coche, teniendo que guardar cama durante varias semanas, y al asistirla me extrañó la falta de manifestaciones de dolor y la tranquilidad con que llevaba su desgracia. El accidente hizo aparecer una larga y grave neurosis que, por último, se curó por el tratamiento psicoanalítico. En el curso de este último averigüé las circunstancias que rodearon el accidente, así como determinadas represiones que le precedieron.


La joven mujer se hallaba con su marido, hombre muy celoso, pasando una temporada en la finca de una hermana suya, en compañía de sus numerosos hermanos y hermanas y sus respectivos cónyuges. Una noche dio en este íntimo círculo una representación de una de sus habilidades, bailando un cancán conforme a todas las reglas del arte y obteniendo gran éxito con todos los parientes; pero descontentando a su marido, que le murmuró después al oído: «Te has vuelto a conducir como una prostituta». La palabra hizo su efecto, y queremos dejar indeciso si precisamente por el baile. Aquella noche durmió mal, y a la mañana quiso dar un paseo en coche. Por sí misma escogió los caballos, rehusando una pareja y eligiendo otra. La más joven de sus hermanas quiso que fuera en el coche un hijo suyo de pecho con el ama, pero ella se opuso enérgicamente.


Durante el paseo se mostró nerviosa, advirtió al cochero que los caballos iban a espantarse, y cuando los inquietos animales tuvieron en realidad un momento de indisciplina, se levantó sobrecogida y se arrojó del coche, rompiéndose una pierna, mientras que los que permanecieron dentro no sufrieron daño alguno. Después de descubrir estos detalles no se puede dudar de que el accidente estaba preparado y no debemos dejar de admirar la habilidad que obligó a la casualidad a distribuir un castigo tan correlativo a la falta cometida, pues, en efecto, ya no podría bailar el cancán en mucho tiempo.


No me es posible relatar casos en que me haya infligido daños a mí mismo en épocas de tranquilidad, pero no me creo incapaz de cometer tales actos bajo condiciones extraordinarias. Cuando un miembro de mi familia se queja de haberse mordido la lengua, aplastado un dedo, etc., lo primero que hago, en lugar de compadecerle, es preguntarle: «¿Por qué has hecho eso?» Yo mismo me cogí un dedo muy dolorosamente después de haber oído a un joven paciente expresar en la consulta su deseo (que, como es natural, no había de tomar en serio) de contraer matrimonio con mi hija mayor, la cual se hallaba a la sazón en un sanatorio y en peligro de muerte.


Uno de mis hijos, cuyo vivo temperamento dificultaba mucho la tarea de cuidarle

cuando se hallaba enfermo, tuvo una mañana un fuerte acceso de cólera porque se le ordenó que permaneciera en el lecho durante toda la tarde y amenazó con suicidarse, amenaza que le había sido sugerida por la lectura de los periódicos. Aquella misma tarde me enseñó un cardenal que se había hecho en un lado de la caja torácica al chocar contra una puerta y darse un fuerte golpe con el saliente del picaporte. Le pregunté irónicamente por qué había hecho aquello, y el niño, que no tenía más que once años, me contestó como ilusionado: «Eso ha sido el intento de suicidio con que os amenacé esta mañana». No creo que mis opiniones sobre los daños infligidos por una persona a sí misma fueran por entonces accesibles a mis hijos.


Aquellos que crean en la existencia de estos automaltratos semiintencionados —si se me permite emplear esta poco diestra expresión—, se hallarán preparados a admitir también el hecho de que, además del suicidio conscientemente intencionado, hay otra clase de suicidio, con intención inconsciente, la cual es capaz de utilizar con destreza un peligro de muerte y disfrazarlo de desgracia casual.


En efecto, la tendencia a la autodestrucción existe con cierta intensidad en un número de individuos mucho mayor del de aquellos en que llega a manifestarse victoriosa. Los daños autoinfligidos son regularmente una transacción entre este impulso y las fuerzas que aún actúan contra él. También en los casos en que se llega al suicidio ha existido anteriormente, durante largo tiempo, dicha inclinación, con menor fuerza o como tendencia inconsciente y reprimida.


También la intención consciente de suicidarse escoge su tiempo, sus medios y su ocasión. Paralelamente obra la intención inconsciente al esperar la aparición de un motivo que pueda tomar sobre sí una parte de la responsabilidad y, acaparando las fuerzas defensivas de la persona, la libertad de la presión que sobre ella ejercen.


Estas discusiones no son ociosas bajo ningún concepto. He conocido más de un caso de desgracia aparentemente casual (accidentes de caballo o de coche) cuyas

circunstancias justifican una sospecha de suicidio inconscientemente tolerado. Tal es el caso de un oficial que durante una carrera de caballos cayó del que montaba,

hiriéndose tan gravemente que murió varios días después. Su conducta al volver en sí después del accidente fue un tanto singular. Pero aún lo había sido más la que venía observando desde algún tiempo antes. Entristecido por la muerte de su madre, a la que quería mucho, se echaba a llorar estando con sus camaradas, y expresó varias veces a sus íntimos su cansancio de la vida y su deseo de abandonar el servicio para ir a África a tomar parte en una campaña que allí se desarrollaba y que no debía ofrecer ningún interés para él. Siendo un valiente jinete, evitaba en aquellos días montar a Caballo. Por último, antes de la carrera, en la que no podía excusarse de tomar parte, expresó un triste presentimiento.


Nuestra concepción de estos casos hace que no podamos extrañarnos de que el presentimiento se realizara. Se me opondrá que en tal estado de depresión nerviosa no le es posible a un hombre dominar al caballo con igual maestría que en época de plena salud. Convengo en ello; pero creo más acertado buscar el mecanismo de tal inhibición motora por «nerviosidad» en la intención autodestructora aquí acentuada.


Sigmund Freud, Psicopatologia de la vida cotidiana 1900-01


Laura López, psicóloga-psicoanalista en

 formación continua con Grupo Cero 

www.lauralopezgarcia.com        

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