ACERCA DE LOS ESPÍRITUS, LA ÉTICA Y LA MUERTE
(Pinturas de Francis Bacon)
Ante el cadáver del enemigo vencido, el hombre primordial debió de saborear su triunfo, sin encontrar estímulo alguno a meditar sobre el enigma de la vida y la muerte. Lo que dio su primer impulso a la investigación humana no fue el enigma intelectual, ni tampoco cualquier muerte, sino el conflicto sentimental emergente a la muerte de seres amados y, sin embargo, también extraños y odiados. De este conflicto sentimental fue del que nació la Psicología.
El hombre no podía ya mantener alejada de sí la muerte, puesto que la había experimentado en el dolor por sus muertos; pero no quería tampoco reconocerla, ya que le era imposible imaginarse muerto. Llegó, pues, a una transacción: admitió la muerte también para sí, pero le negó la significación de su aniquilamiento de la vida, cosa para la cual le habían faltado motivos a la muerte del enemigo. Ante el cadáver de la persona amada, el hombre primordial inventó los espíritus, y su sentimiento de culpabilidad por la satisfacción que se mezclaba a su duelo hizo que estos espíritus primigenios fueran perversos demonios, a los cuales había que temer.
Las transformaciones que la muerte acarrea le sugirieron la disociación del individuo en un cuerpo y una o varias almas, y de este modo su ruta mental siguió una trayectoria paralela al proceso de desintegración que la muerte inicia. El recuerdo perdurable de los muertos fue la base de la suposición de otras existencias y dio al hombre la idea de una supervivencia después de la aparente muerte.
Estas existencias posteriores fueron sólo al principio pálidos apéndices de aquella que la muerte cerraba; fueron existencias espectrales, vacías y escasamente estimadas hasta épocas muy posteriores. Recordemos lo que el alma de Aquiles responde a Ulises:
“Preferiría labrar la tierra como jornalero, ser un hombre necesitado, sin patrimonio ni bienestar propio, a reinar sobre la muchedumbre desesperanzada de los muertos”. (Odisea, XI, 484-491)
O en la vigorosa versión, amargamente parodística, de Enrique Heine: “El más insignificante filisteo vivo – de Stuckert junto al Neckar – es mucho más feliz que yo, el pelida, el héroe muerto, el príncipe de las sombras del Averno”.
Sólo más tarde consiguieron las religiones presentar esta existencia póstuma como la más valiosa y completa, y rebajar la vida terrenal a la categoría de una mera preparación. Y, consecuentemente, se prolongó también la vida en el pretérito, inventándose las existencias anteriores, la transmigración de las almas y la reencarnación, todo ello con la intención de despojar a la muerte de su significación de término de la existencia. Tan tempranamente empezó ya la negación de la muerte, negación a la cual hemos calificado de actitud convencional y cultural.
Ante el cadáver de la persona amada nacieron no sólo la teoría del alma, la creencia en la inmortalidad y una poderosa raíz del sentimiento de culpabilidad de los hombres, sino también los primeros mandamientos éticos. El mandamiento primero y principal de la conciencia alboreante fue: “No matarás”. El cual surgió como reacción contra la satisfacción del odio, oculta detrás de la pena por la muerte de las personas amadas, y se extendió paulativamente al extraño no amado y, por último al enemigo.
Sigmund Freud , Consideraciones sobre la Guerra y la muerte, 1915
Laura López, Psicóloga-Psicoanalista
www.lauralopezgarcia.com
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